Un millón de minas explosivas antipersonales, según estimaciones, están sembradas en áreas fronterizas de Chile, y constituyen una amenaza tanto para la población como para los planes de integración con países vecinos.
Las mortíferas armas fueron instaladas profusamente en la década de los 70, bajo la dictadura del general Augusto Pinochet (1973-90), en torno de campos de prisioneros políticos, y más tarde en sectores limítrofes, en momentos de tensión bélica.
Chile es uno de los 105 países que participan en la conferencia de Oslo para elaborar un acuerdo mundial de prohibición de las minas antipersonales, que matan o mutilan cada año en el mundo a unas 25.000 personas, sobre todo niños.
El gobierno de Eduardo Frei promueve decididamente el tratado de proscripción de minas, que será presentado a una nueva conferencia en Ottawa en diciembre. Pero eso no significa que será fácil erradicar esos artefactos del territorio de Chile.
Hacerlo requiere no sólo ingentes recursos, sino que también exige superar suspicacias militares a uno y otro lado de la frontera.
El problema no afecta sólo a Chile, sino a gran parte de América Latina, desde la subregión centroamericana, área de guerra hasta hace muy poco tiempo, a la mayoría de los países sudamericanos que mantienen litigios limítrofes.
Estos seculares conflictos territoriales dejan como herencia presente campos fronterizos minados, que parecen un anacronismo en esta hora de derribo de barreras comerciales y de ambiciosos planes de integración física.
Algunas carreteras previstas para la habilitación de corredores bioceánicos entre el Atlántico y el Pacífico deberán pasar por áreas sembradas de minas antipersonales.
Es el caso de Tambo Quemado, en el linde de Chile con Bolivia, unos 2.200 kilómetros al norte de Santiago, y de Jama, el primer paso norteño fronterizo entre los territorios chileno y argentino, localizado frente a Antofagasta, a 1.200 kilómetros de la capital.
El número exacto de minas enterradas en el Norte Grande chileno, fronterizo con Perú, Bolivia y Argentina, o en la austral Patagonia, compartida también con los argentinos, es un secreto militar, e incluso se duda de el ejército cuente con mapas precisos sobre su ubicación.
Y es que sembrar minas es una tarea fácil. Se las concibe como una afectiva arma disuasiva, sin pensar en sus peligros en los más extensos tiempos de paz, según Eduardo Santos, asesor externo del Ministerio de Defensa de Chile.
En un reportaje publicado por el diario La Tercera, Santos señaló que sólo en la frontera con Perú hay 800 hectáreas minadas y calculó que en todo el país hay sembradas un millón de minas antipersonales.
En el linde con Perú, el ejércirto chileno minó campos hacia 1975, cuando resurgieron tensiones limítrofes, y en el caso de Argentina, el clima bélico, que a fines de 1978 estuvo a punto de provocar una guerra, determinó también el minado fronterizo.
La antigua oficina salitrera de Chacabuco, habilitada como campo de prisioneros políticos tras el cruento golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, también fue cercada con aparatos explosivos para impedir fugas, advirtió La Tercera.
Las minas antipersonales son un arma defensiva ventajosa para Chile, por la configuración de su largo y estrecho territorio.
Chile fue entre 1969 y 1992 el cuarto país comprador en el mundo de esas armas, luego de Irán, Camboya y Tailandia, según el anuario de la revista Janes Defense.
El embargo de armas estadounidenses establecido por la Enmienda Kennedy desde 1978 hizo también que Chile desarrollara su propia industria de minas a través de Famae, la fábrica del ejército, y del empresario privado Carlos Cardoen.
La presencia de las destructivas minas antipersonales en territorio chileno no es una especulación de periodistas o analistas de defensa, sino que fue demostrada por seis explosiones en el norte del país desde 1986.
En noviembre de 1990, el propio director de Fronteras y Límites de la cancillería chilena, Luis Winter, perdió las dos piernas a consecuencia de una mina que explotó bajo su automóvil cuando inspeccionaba un área cercana a Perú.
El trabajador Juan Coppa sufrió en 1986 la amputación de ambas manos y la graves heridas en el tórax. Cinco años después, Albán Araya perdió la pierna izquierda, y en 1994, una mina destruyó el codo de José Miguel Larenas.
La lista de víctimas se completa con el sargento de la armada Jorge Olivares, que en enero de 1995 pisó un explosivo que le seccionó el pie izquierdo, y con Elías Moscoso, de 14 años, a quien en enero último una mina le arrancó tres dedos de su mano derecha.
Santos y otros expertos creen que el número de víctimas debe ser mayor, ya que las minas acechan actualmente a los "burreros", pequeños contrabandistas de cocaína que durante la noche se internan en Chile desde Bolivia y Perú.
Los institutos castrenses se han negado a indemnizar a los mutilados, aduciendo en algunos casos que los explosivos no son militares sino de explotaciones mineras, y en otros, que las minas se desplazaron por el deslizamiento de terrenos, lo cual impidió prever los accidentes.
La Tercera reveló que, en un informe reservado, el ex dictador Pinochet, como comandante del ejército, advirtió que no puede dar plena seguridad a quienes transiten por campos minados donde hubiera desplazamiento de minas por acción de terceros o por el escurrimiento de aguas subterráneas.
El mismo Pinochet, en otra carta reservada, señaló que el ejército no cuenta con los 120.000 dólares que costarían los trabajos para remover las minas de la salitrera de Chacabuco, un sitio de gran interés turístico, declarado monumento histórico.
Fabricar e instalar una mina antipersonal tiene un precio irrisorio, entre uno y tres dólares. Pero retirarlas significa entre 300 y 1.000 dólares por cada artefacto en un plazo que en el caso de Chile puede prolongarse de cinco a 10 años, con un costo total de 300 millones de dólares, según Santos. (FIN/IPS/ggr/ff/ip- hd/97