Dulce María Loynaz, la más grande de las poetisas cubanas de este siglo, puso la mano en su frente y dijo con voz cansada: "no puedo dejar de pensar". Poco tiempo después murió.
Al final de su vida, como casi siempre vestida de blanco, la escritora reconocía que le era muy difícil "olvidar el olvido".
Eran las 6:30 hora local de este domingo cuando murió Loynaz, a los 94 años, un lustro después de que el Premio Cervantes de Literatura intentara sacarla del ostracismo en que vivió sumergida desde inicios de los años 60.
Los homenajes y reconocimientos se sucedieron uno tras otros, aumentaban cada semana las personas que se atrevían a traspasar el umbral de la antigua casona y, de vez en cuando, la poetisa consentía en recibir a algún que otro reportero.
"El látigo lo he puesto a un lado, ya no sé manejarlo, pero la rosa la sigo ofreciendo", dijo en 1996 a los periodistas Armando Chávez e Iris Cepero.
"La última vez que la vi era ya un pájaro al que había que decirle adiós mientras levantaba el vuelo de este mundo", recordó la escritora Aitana Alberti, hija del poeta español Rafael Alberti, que reside desde hace años en Cuba.
Intelectuales que el día 15 acudieron a los jardines de su casa, acompañados de una orquesta de música sinfónica, la sintieron todo el tiempo lejana y notaron que sólo se interesaba por las flores que le habían enviado desde la calle de Alcalá, en España.
Víctima de cáncer de hígado, ciega desde hacía varios años, Dulce María acariciaba aún la idea de escribir un libro sobre la historia del Vedado, barrio residencial de La Habana que nació junto con ella en 1902.
Considerada la máxima exponente del intimismo postmodernista, pionera del realismo mágico con su novela Jardín, la escritora nunca se interesó por ubicarse en una escuela estilística o generación de poetas.
Entre sus obras se encuentran los cuadernos de poesía Versos (1938), Juegos de Agua (1947), Poemas sin nombre (1953), Ultimos días de una casa (1958), Poesías Escogidas (1984) Canto a la mujer estéril (1987), las memorias Un verano en Tenerife (1959) y Jardín (1951).
"Es una mujer que ha dejado para la literatura del continente las páginas más limpias del castellano. Una mujer donde todos los abolengos de la patria se funden, pólvora y canto, una mujer en su jardín", escribió sobre ella Miguel Barnet, novelista, poeta y ensayista cubano.
Bautizada como María Mercedes Loreto Juana Xaviera, Dulce María era hija de Enrique Loynaz del Castillo, general del Ejército Libertador durante las guerras de independencia cubanas contra España a fines del siglo XIX.
El árbol genealógico de los Loynaz, rico en nobles españoles y cuantiosas fortunas, incluye hasta un santo, San Martín de la Ascensión de Loynaz, misionero franciscano que halló el martirio en tierras de Japón en el siglo XVI.
"Tengo tres o cuatro generaciones de cubanos por detrás de mí.No nací en esta tierra por casualidad, porque mi padre vino a ella a buscar fortuna o mi madre cayó en paracaídas", dijo la escritora, que nunca quiso vivir fuera de Cuba.
"Nuestra familia se interesó siempre por darnos la mejor educación, pero temerosa de ponernos antes de tiempo en contacto con el mundo, procuró que todo lo que hubiéramos de aprender lo aprendiéramos en casa", contó en 1993.
Dulce María y sus tres hermanos nunca tuvieron una rica vida social, pero en la casona del Vedado se hospedaron grandes figuras de la literatura que llegaban a la isla, como los españoles Juan Ramón Jiménez y Federico García Lorca y la chilena Gabriela Mistral.
La joven escribió sus primeros textos poéticos en 1920 y los publicó en el diario La Nación, se doctoró en Derecho Civil en 1927, ejerció el periodismo y fue colaboradora de Orígenes, una de las más importantes revistas culturales cubanas que salió en los años 50.
Sus hermanos, también poetas, nunca publicaron sus versos por considerarlos irrelevantes. Dulce María, por su parte, abandonó paulatinamente la poesía en la década de los 60, justo cuando se vislumbraba un posible viraje estilístico en su obra.
Los conflictos con sus editores españoles eran sólo una cara de la moneda. La otra era la muerte de casi todos sus familiares y amigos, y las transformaciones que se producían en la isla como resultado del triunfo de la Revolución de 1959.
"No estaba la Magdalena para tafetanes", dijo en 1993 a la periodista Mariana Ramírez-Corría. "El país no estaba para versos y para poemas. Se estaban discutiendo cosas más graves, mucho menos poéticas. Nunca dejé de escribir, pero los versos se acabaron para siempre", agregó.
A pesar de gozar de un amplio prestigio en España y varios países de América Latina, donde su obra era muy difundida y homenajeada, la autora prefirió conservar su hogar en la isla porque "es más bien la tierra la que reclama al escritor y no el escritor quien reclama la tierra".
"Isla mía, Isla Fragante, Flor de islas: tenme siempre/ náceme siempre, deshoja una por una todas mis fuerzas./ Y guárdame la última, bajo un poco de arena soleada…/ ¡a la orilla del golfo donde todos los años hacen su misterioso nido los ciclones!", escribió.
Durante casi 30 años Dulce María no volvió a publicar, no salió de Cuba y apenas puso un pie fuera de la casona familiar, que fue envolviéndose de un halo de misterio y leyenda. Hasta la década de los 80, el silencio rodeó toda su obra.
Sin embargo, en círculos intelectuales cubanos todavía se recuerda con nostalgia las tertulias que se realizaban en su casa por los años en que la poetisa era activa integrante de la Academia Cubana de la Lengua, institución que presidía cuando recibió el Cervantes.
Por la perfección con que siempre usó la lengua castellana, Dulce María fue electa en 1951 miembro de la Academia Nacional de Artes y Letras, en 1959 integró la Academia Cubana de la Lengua y en 1968 pasó a ser parte de la Real Academia Española.
"Yo trato de no ser rencorosa y ayudar a todos los que vienen a mí, incluso a los que pudieron venir antes y no vinieron. Esa es mi idea, mi sentimiento, sin hipocresía, sin reservas, pero es difícil olvidar el olvido", dijo en 1996.
La revalorización de la obra de Loynaz en Cuba cobró fuerza en 1987 cuando recibió el Premio Nacional de Literatura y un año después era condecorada con la orden Félix Varela de Primer Grado, la máxima distinción que concede el estado cubano a los intelectuales.
En 1992 se convirtió en la segunda mujer galardonada con el Premio Cervantes, después de la española María Zambrano. Otro escritor de la isla, Alejo Carpentier, había recibido antes que ella el reconocimiento, considerado "el Nobel" de la literatura hispanoamericana.
"No se sabe nunca bien si esta mujer vigila o duerme", dijo hace muchos años Virgilio Piñera, otro de los grandes de las letras cubanas de este siglo.
Los que se atrevían a mirar a través de las antiguas rejas podían verla en las tardes Sentada en su vieja poltrona, delgada y frágil, vestida de blanco y, como la describiera Juan Ramón Jiménez, "entre gótica y surrealista".
Era feliz si algún amigo llegaba a leerle y si no permanecía allí quieta, en silencio y pensando. No escribía y no porque no tuviera ideas en la mente sino porque nunca aprendió a hacerlo a máquina y la desesperaba el ejercicio de dictar.
Para su muerte sólo pidió que la enterraran de blanco, con la bandera cubana, muchas flores y que le tocaran el Himno Invasor, escrito por su padre durante la guerra contra España.
El epitafio lo solicitó en una entrevista a inicios de esta década. En su tumba, situada en el panteón familiar en el Cementerio de Colón, en La Habana, debía decir "aquí yace Dulce María Loynaz" y debajo una sola palabra: "Vivió". (FIN/IPS/da/dg/cr/97