La última crisis del proceso de paz palestino-israelí, desencadenada por la decisión de Israel de construir un nuevo asentamiento judío en la parte árabe de Jerusalén, probó una vez más el desequilibrio de fuerzas existente entre las partes negociadoras.
Tal desequilibrio es el motivo de la constante repetición de este tipo de crisis. Mientras Israel posee 80 por ciento de las cartas, la Autoridad Nacional Palestina (ANP) sólo tiene 20 por ciento.
Hay dos formas en que el presidente palestino Yasser Arafat podría equilibrar en cierta forma las fuerzas: introduciendo factores externos pero formales, o activando actores locales que carecen de reconocimiento formal pero son igualmente eficaces, como en el caso de la intifada ocurrida entre 1986 y 1993.
La enorme fuerza de Israel, que exclusiva o conjuntamente ocupa aún 94 por ciento de Cisjordania y más de un tercio de la franja de Gaza, yace en su poderío militar y económico, así como en sus inquebrantables vínculos con Estados Unidos, la única superpotencia del mundo.
Además, el aparato israelí de inteligencia es altamente eficaz. Recientemente, un jefe de inteligencia palestino denunció públicamente que Israel aún intenta colocar micrófonos ocultos en las oficinas de inteligencia de la ANP y reclutar colaboradores palestinos.
No es de extrañar entonces que Arafat haya tenido tantas dificultades para celebrar con Israel acuerdos que puedan complacer a su electorado.
El repliegue israelí de Hebrón, por ejemplo, formaba parte de un acuerdo firmado entre Arafat y el entonces primer ministro israelí Yitzhak Rabin.
Cuando el actual primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, intentó reescribir el tratado de Hebrón, a mediados de 1996, Arafat protestó enérgicamente, repitiendo hasta el cansancio que nunca renegociaría un acuerdo firmado y sellado.
En realidad, la tarea de Arafat consistía en aumentar su magro poder de negociación frente a Israel, y lo hizo introduciendo en el escenario a Egipto, Jordania y la Unión Europea totalmente, y a Estados Unidos parcialmente.
Pero su éxito fue parcial. En el Protocolo de Hebrón firmado el pasado enero, el presidente palestino finalmente acordó modificar los términos del pacto anterior.
Arafat permitió que Israel decida unilateralmente de qué zonas de Cisjordania se retirará en tres etapas, y extender el plazo del repliegue de septiembre de 1997 a agosto de 1998.
Ahora, en cambio, los asuntos en juego constituyen la esencia de las relaciones israelo-palestinas: el futuro de Jerusalén y los asentamientos judíos en territorios palestinos.
En las obras en construcción en Har Homa/Jabal Abu Ghoneim, en Jerusalén oriental, los dos temas se unieron. Esta vez, Netanyahu no está sujeto a un acuerdo firmado por su predecesor y posee la prerrogativa del establecimiento de las condiciones.
De esta forma, Arafat no tiene otra opción que ejercer su estrategia "doméstica", es decir, activar actores locales que carecen de reconocimiento formal pero pueden corregir el desequilibrio entre las partes negociadoras.
Esta es la opinión predominante a nivel popular, y se expresa mediante violentas confrontaciones con el ejército israelí.
Sin embargo, la estrategia doméstica y la externa no son mutuamente excluyentes, y Arafat debe darse cuenta de esto.
El principal diplomático estadounidense en la región, Dennis Ross, se encuentra realizando intensas gestiones diplomáticas con Arafat por un lado y con Netanyahu por otro.
Cualquiera sea el resultado de la gira diplomática de Ross, Arafat continuará necesitando una combinación de estrategias para aumentar el poder negociador de los palestinos, en caso de que el proceso de paz continúe su curso. (FIN/IPS/tra-en/dh/rj/ml/ip/97