La administración del presidente Bill Clinton no investigó lo suficiente respecto del conjunto de enfermedades denominadas como "síndrome de la guerra del Golfo", sostienen los críticos.
Seis días después de su reelección, en el Día de los Veteranos, el mandatario había asegurado que no quedaría "ninguna piedra sin dar vuelta" en las indagaciones sobre el síndrome.
Posteriormente, Clinton elogió a la comisión asesora de la presidencia sobre enfermedades de la guerra del Golfo, cuya principal conclusión fue que no existe tal síndrome y que cualquier síntoma asociado con ese nombre puede atribuirse al estrés psicológico experimentado por los veteranos.
El borrador de informe de la comisión difícilmente puede calificarse de científico, ya que los resultados de una centena de estudios epidemiológicos aún no han sido procesados.
Sin embargo, la comisión de nueve miembros observó con acierto que no es pertinente confiar una investigación sobre el asunto al propio Pentágono, cuya pesquisa sobre la exposición de los soldados a armas químicas y biológicas durante la guerra contra Iraq "carece de fuerza, base y credibilidad".
Pero Clinton rechazó la recomendación de una investigación independiente, apoyando la posición de que el Pentágono posee la capacidad técnica necesaria para averiguar la verdad por sí mismo.
Desde que se comenzó a manejar la posibilidad del uso de agentes químicos y biológicos, en 1991, el Departamento de Defensa negó enfáticamente su utilización, la exposición de los soldados a ellos y las enfermedades relacionadas con dichas armas.
Por otra parte, expertos checos en armas químicas y biológicas que integraron las fuerzas aliadas, notificaron el 19 de enero de 1991 a su comandante, el general estadounidense Norman Schwartzkopf, la detección de dos "sucesos" químicos cerca de Jubayl, dos días después del primer bombardeo de Bagdad.
La oficina de Schwartzkopf inmediatamente ordenó a todos los comandantes estadounidenses que no tuvieran en cuenta "ningún informe procedente de los checos".
Luego, en una sesión del Congreso celebrada en noviembre de 1993, el Pentágono admitió que el informe de los checos podría ser válido.
Cuando se le preguntó por qué el ejército no había investigado los "sucesos" informados por los checos como posible causa del síndrome, un alto funcionario médico argumentó que "la posición de la inteligencia militar es que la exposición nunca ocurrió".
El Pentágono mantuvo su posición de que la detección de armas químicas y biológicas en el Golfo no guarda ninguna relación con los misteriosos problemas de salud entre los veteranos, que incluyen fatiga crónica, dolores articulares y musculares y pérdida de memoria.
El pasado junio, un analista de la CIA (Agencia Central de Inteligencia) descubrió que el ejército de Estados Unidos destruyó al menos mil misiles iraquíes cargados con el gas neurotóxico sarín y gas mostaza.
El ejército admitió el hecho, pero argumentó que sólo 400 ingenieros podrían haberse expuesto a las sustancias. La cifra estimada ascendió ahora a 20.000.
Pero aun esa cantidad es pequeña en comparación con la calculada por la CIA, según la cual hasta 100.000 soldados habrían tenido contacto con el gas sarín tras la destrucción de plantas de armas químicas iraquíes, al oeste de Bagdad.
Independientemente de estos hechos, no existe duda de que el Departamento de Defensa sabía antes de la misión aliada en el Golfo que existía una clara posibilidad de que Iraq usara armas químicas y biológicas, ya que las había empleado anteriormente contra los kurdos y contra Irán.
Ya en agosto de 1990, el Pentágono proyectaba administrar a los soldados y al personal de apoyo vacunas para contrarrestar los efectos de ciertos gases neurotóxicos, el botulismo y el ántrax, aunque no existía antídoto conocido contra el gas sarín, el tobun y el VX.
El ejército comenzó a administrar obligatoriamente las vacunas (algunas de las cuales no estaban aprobadas por la Administración de Alimentos y Drogas, y requirieron la solicitud de un permiso especial por el Pentágono) en enero de 1991 a unos 400.000 soldados, contratistas y periodistas.
Los vacunados no recibieron ninguna información sobre los potenciales efectos secundarios, que según varios expertos podrían ser calamitosos. En realidad, la mayor parte del personal médico que administraba las vacunas no tenía idea de los riesgos.
A comienzos de este mes, más de 1.000 soldados veteranos de Gran Bretaña demandaron a su gobierno, argumentando que fueron intoxicados por una combinación de pesticidas deliberadamente rociado sobre sus uniformes y carpas, así como por tabletas antigases neurotóxicos que fueron obligados a tomar.
Sus afirmaciones cuentan con el respaldo de la investigación de un médico que fue contratado por el Ministerio de Defensa británico. La pesquisa demuestra que algunos veteranos eran particularmente susceptibles a las tabletas.
Mientras, el gobierno de la República Checa reconoció oficialmente el síndrome de la guerra del Golfo y anunció que compensará a los veteranos afectados y permitirá que sean examinados por médicos no militares.
Los soldados franceses no recibieron antídotos ni vacunas, y no se conoce entre ellos ningún caso relacionado con el síndrome.
A medida que se conocen más detalles, queda claro que el ejército de Estados Unidos, junto con el Ministerio de Defensa de Gran Bretaña, participaron de un gigantesco experimento, con escasa idea -pese a las advertencias- sobre las consecuencias de sus vacunas y antídotos.
Este acto puede no ser violatorio de las leyes estadounidenses y británicas, pero los críticos sostienen que infringe los códigos de Nüremberg promulgados tras la segunda guerra mundial, en la que científicos nazis experimentaron con sus víctimas con los mismos agentes químicos y biológicos.
Muchos de esos científicos se emplearon posteriormente en laboratorios de investigación de Estados Unidos, tanto militares como civiles. (FIN/IPS/tra-en/jsc/pz/ml/he-ip/96