En el mundo profundamente polarizado que existió hasta comienzos de esta década, las naciones industrializadas utilizaban la ayuda al desarrollo como una especie de cebo para los países pobres.
Ahora, en cambio, ha surgido una nueva lógica sobre los parámetros de la cooperación internacional, según la cual el mercado puede resolver por sí mismo y milagrosamente los problemas asociados al subdesarrollo crónico.
Los países ricos llegan a conferencias como la Cumbre Mundial de Alimentación, que culmina este domingo en Roma, y concuerdan sobre las dimensiones de los problemas sociales en discusión, pero cuando se habla de asumir responsabilidad en sus soluciones, se excusan.
En lugar de ofrecer ayuda, presentan el flujo de inversiones como la panacea que puede elevar el nivel de vida de los más pobres, y el libre comercio como un sustituto real de la asistencia al desarrollo.
Al no desafiar la permisividad de que goza el sector privado, el Sur en desarrollo está dejando escapar al Norte industrial. Sin importar cuán difundidos estén, conceptos como "comercio y no ayuda" suenan demasiado superficiales cuando se los enfrenta a la realidad que viven las naciones pobres.
Las normas de comercio pos-GATT no sacaron a los países en desarrollo del círculo vicioso económico en que se encuentran atrapados.
Obligados a abrir sus propios mercados, no son capaces de ampliar sus exportaciones lo suficiente como para aprovechar al máximo la liberalización comercial, y cuando sus exportaciones aumentan, surgen barreras en el Norte.
La Comisión Independiente sobre Población y Calidad de Vida toma nota del problema en su informe "Cuidando del Futuro".
Las conclusiones de la Ronda Uruguay, que dieron origen a la Organización Mundial del Comercio, "no fueron más que el comienzo de continuas batallas comerciales para los países en desarrollo", dice el informe.
"Deben acordarse urgentemente otras medidas para mejorar el acceso de bienes y productos del Sur en desarrollo a mercados de naciones industrializadas", agrega.
La mayor parte de los graves problemas sociales y económicos que alguna vez merecieron la ayuda de los países ricos todavía existen. En abril de 1994, el total de la deuda de las naciones en desarrollo alcanzó un récord de dos billones de dólares, y los intereses ascendían a 200.000 millones de dólares por año.
Sin duda, las necesidades del Sur están en crecimiento, pero nadie cree que la transferencia de recursos en gran escala del Norte al Sur sea una perspectiva realista o una solución viable para la crisis del subdesarrollo.
No obstante, la comunidad internacional está engañándose a sí misma si cree que el logro de los vagos objetivos fijados en esta Cumbre pueden dejarse en manos de empresas privadas, porque aunque la reparación de la estructura social dañada sea un fin altruista, siempre se verá empañado por la insaciable sed de dinero de las grandes corporaciones.
Esta Cumbre sin compromisos firmes aseguró un consenso sobre lo que debería hacerse para poner fin al hambre en el mundo. Mientras, los problemas continúan acumulándose, al igual que los recursos necesarios para resolverlos.
La declaración final adoptada por los líderes reconoce que alimentar a los hambrientos cuesta dinero, pero no consigna ningún compromiso específico.
Lo mismo sucedió en las conferencias internacionales sobre Medio Ambiente (Río de Janeiro, 1992), Desarrollo (El Cairo, 1994), Pobreza (Copenhague, 1995), Mujer (Beijing, 1995) y Vivienda (Estambul, 1996).
Aun aquellas naciones industrializadas que consideran eficaz la ayuda al desarrollo desembolsan menos de 50 por ciento del objetivo fijado por la Organización de las Naciones Unidas, y en general esperan que el sector privado obre milagros.
Lo cierto es que las numerosas conferencias internacionales de esta década convocan cada vez menos interés de los líderes mundiales, mientras se reduce también el interés en la ayuda al desarrollo y se considera que los objetivos establecidos son inalcanzables.
Los organizadores de estos encuentros, argumentando la necesidad de realismo, últimamente son más mesurados en sus objetivos.
Pero eso no reduce en un ápice la magnitud de los problemas. Los objetivos incumplidos de las conferencias mundiales son cada vez más, al igual que la falta de voluntad para abordarlos de una manera concertada.
Por estas razones, no sería insensato dejar de organizar conferencias internacionales hasta que se cumplan los objetivos de las celebradas hasta el momento. (FIN/IPS/tra-en/fn/mk/ml/dv/96