La economía de la droga involucra aproximadamente a un millón de personas en Perú, país de 22,5 millones de habitantes, y produce el equivalente a 18 por ciento de las divisas generadas por la exportación legal.
Aunque la crisis de las bandas colombianas deprimió los precios de la pasta básica de cocaína y de la hoja de coca, cuyas plantaciones se redujeron 11 por ciento en 1995, la economía del narcotráfico sigue siendo importante social y políticamente.
Pese a la caída de los precios, no se ha registrado progreso en la sustitución de las plantaciones ilegales de coca por los cultivos formales que, con una alta dosis de imaginación y buenas intenciones, son propuestos a los colonos "cocaleros" por el gobierno y las agencias de la Organización de Naciones Unidas.
El cultivo de café, cítricos, palmera aceitera, soja, canela, jengibre, etcétera, y la cría de gusanos de seda o langostinos, no parecen ser suficientemente atractivos para los campesinos peruanos que producen coca de modo ilegal, en su mayoría colonos procedentes de la sierra.
"Es una cuestión de mercado. Ninguna represión ni promoción de cultivos sustitutivos puede hacer nada si la rentabilidad de la coca no sólo es mayor que la de cualquier otro producto, sino también mucho más segura", comentó el experto Jorge Quiroz.
"El narcotrafico demuestra que en Perú, la economía de mercado funciona. La hoja de coca no es perecedera, obtiene precios más altos y tiene costos más bajos que cualquier producto competitivo, y siempre hay compradores, que recogen la cosecha en las chacras", destacó Quiroz.
Según los datos que maneja Quiroz, el costo de producción de una tonelada de hojas de coca es de 476 dólares, y los campesinos reciben 1.300 dólares por tonelada, en la misma plantación y sin problemas de transporte.
"No hay comparación. El precio de los cítricos es variable y si no se sacan pronto, se pudren. Producir una tonelada de arroz en esa zona cuesta 934 dólares, y la venta puede demorar algunos meses", agregó.
Así mismo, la producción de coca exige menos trabajo que cualquier otro cultivo.
La excepción a esa regla, observó Quiroz, está dada "por la necesidad de quemar otra porción de bosque para abrir un claro y sembrar de nuevo cuando la DEA (agencia antidrogas de Estados Unidos) riega el hongo 'fusarium" para acabar con las plantaciones.
El instituto independiente Cedro comprobó que 478.500 personas viven en Perú directamente del cultivo ilegal de coca, que cubre entre 113.000 y 130.000 hectáreas en la selva.
Esos campesinos son la base de la pirámide social de la coca, compuesta también por proveedores de insumos, los técnicos que elaboran cocaína y las bandas de narcotraficantes y sus sicarios, y quienes proporcionan servicios y diversión a esa clientela.
Se calcula que unos 1.000 millones de dólares ingresan por año en Perú para pagar la hoja de coca y los insumos usados para obtener pasta básica de cocaína, así como para comprar la complicidad o la tolerancia de militares, autoridades civiles, jueces y guerrilleros.
Esa masa de dinero estimula el mercado interno y probablemente evitó años atrás un colapso económico, cuando la hiperinflación alcanzó su punto culminante, y posteriormente, cuando el ajuste antiinflacionario provocó una profunda recesión.
Pero, al mismo tiempo, la economía de la droga dificulta el crecimiento de la industria formal, pues el exceso de divisas deprime la cotización del dólar.
El bajo tipo de cambio aumenta el costo de los productos de exportación y favorece la importacion, situación que originó en 1995 un déficit de 2.116 millones de dolares en la balanza comercial, resultado de ventas por 5.572 millones de dólares y compras por 7.688 millones.
El impacto político del narcotráfico es también importante, pues afecta a los organismos de seguridad, con la consiguiente amenaza para el régimen institucional.
El narcotráfico penetra rápidamente en las fuerzas encargadas de perseguirlo y reprimirlo, y su poder de corrupción se siente especialmente en la policía.
A fines del año pasado, 247 oficiales de policía, entre los que se contaban cuatro generales y 14 coroneles, fueron procesados por apoyar al narcotráfico.
Hasta 1989 se evitó la participación de las Fuerzas Armadas en la lucha anti-drogas, para evitar su contaminacion moral, pero la asociación entre los narcotraficantes y las organizaciones guerrilleras obligó a involucrarlas.
La campaña militar para expulsar a los guerrilleros de las zonas cocaleras, en donde protegían los embarques en aeropuertos clandestinos, dio lugar a una sustitución de cómplices, pues algunos destacamentos del ejército reemplazaron a los insurgentes en esa tarea.
Como consecuencia, 153 miembros del ejército, entre ellos dos generales, un coronel y decenas de oficiales de bajo grado y suboficiales, enfrentaban en diciembre de 1995 procesos judiciales por presunta complicidad con el narcotráfico.
El descubrimiento de redes de narcotraficantes en la fuerza aérea y en la marina evidenció este año que esas dos fuerzas, que habían permanecido ajenas a todo escándalo, tampoco pudieron eludir el poder corruptor de los contrabandistas de cocaína. (FIN/IPS/al/ff/if ip/96