El ejército de Estados Unidos comenzará la incineración masiva de su arsenal biológico y químico esta primavera boreal en Tooele, un pueblo de Utah. Mientras tanto, residentes de las zonas afectadas están preocupados por los efectos del método elegido.
A mediados de la década del 80, el Congreso de Estados Unidos otorgó al ejército 20 años de plazo para destruir las 30.000 toneladas de sustancias que constituyen su arsenal químico, hoy almacenado en ocho depósitos en todo el país.
Los militares eligieron la incineración como método, y por ello muchos residentes de las áreas cercanas a las instalaciones que comenzaron a construirse con esa finalidad temen convertirse en víctimas de armas nunca utilizadas en una guerra y, para colmo, en tiempos de paz.
"El incinerador que están construyendo quemará una de las sustancias más tóxicas del mundo, a escala masiva y 24 horas al día", dijo Chip Ward, un bibliotecario de Utah que vive a 16 kilómetros del más grande de los depósitos de armas del ejército.
"No sé si esta es la mejor manera de destruir estas armas y no confío en que los militares hagan este trabajo de forma segura", agregó.
Ward es uno entre docenas de activistas comunitarios en todo el país para quienes el ejército no evaluó las consecuencias para la salud y el ambiente de la quema de sustancias tóxicas.
En casi todos los lugares donde se depositaron armas químicas, de hecho, el ejército y otras agencias federales están atrasados en el diseño de los planes de emergencia encomendados para la eventual liberación accidental de sustancias tóxicas al ambiente.
Pero, aun si no ocurrieran fallas, los activistas temen otras consecuencias de la incineración, como el aumento en la toxicidad del agua y el terreno, en especial el ocasionado por partículas de combustión incompleta, compuestos formados por la quema de sustancias químicas a altas temperaturas.
La más tristemente célebre de estas partículas es la dioxina, una sustancia cancerígena que afecta la reproducción humana y animal. Según diversas investigaciones, este tóxico no se elimina una vez que ingresa a la cadena alimentaria o al cuerpo humano.
Sin embargo, la incineración es, para Smithson, el mejor procedimiento. En un informe difundido el año pasado, la técnica manifestó que los activistas que se oponían a este método tenían un concepto anticuado de la tecnología.
"Los monitores aéreos de estos incineradores no se parecen a los de ningún otro incinerador. Están prendidos 24 horas al día y miden los escapes cada quince minutos para impedir que los tóxicos se liberen en el aire", dijo.
Antes de que ningún gas salga a la atmósfera, sensores especiales registran las sustancias que se liberan, explicó Smithson. Si existieran remanentes perjudiciales, el material se volvería a quemar hasta que su toxicidad se ubique debajo de los niveles admisibles de acuerdo con las normas federales.
Al final del proceso, los incineradores habrán destruido 99,99 por ciento de los agentes químicos que ingresen a sus instalaciones. Mientras tanto, filtros especiales removerán las sustancias remanentes.
Pero los activistas acusaron de ingenuidad a los partidarios de la incineración. No importa cuán buenos se vean estas maquinarias en un papel, pues el ejército ha demostrado ser poco confiable en materia de seguridad pública, afirmaron.
Como evidencia, recordaron la Oficina General de Contabilidad (GAO), un organismo de investigación del Congreso, reveló que los planes de emergencia para catástrofes químicas son confusos debido al mal manejo financiero y administrativo del ejército.
Aunque se gastaron 200 millones de dólares para el establecimiento de estos planes en los ocho años previos entre 1986 y 1994, las comunidades vecinas a los depósitos de armas químicas "aún no estaban preparadas para responder a una emergencia química", según un informe de la GAO.
Estas medidas son necesarias independientemente de la tecnología que apliquen los incineradores, pero muchos depósitos carecen de elementos básicos para afrontar una emergencia, como sirenas, procedimientos de evacuación, máscaras para gas y antídotos.
Las preocupaciones aumentaron en Utah en 1994, cuando Steve Jones, inspector de seguridad en el incinerador de Tooele, acusó al ejército y a las empresas contratistas de ignorar sus quejas sobre la falta de respeto a las disposiciones y el poco entrenamiento recibido por los funcionarios.
La desconfianza hacia el ejército es histórica. A lo largo de la guerra fría, las agencias militares de Estados Unidos expusieron reiteradamente a la población civil a altos niveles de radiación y toxicidad durante pruebas nucleares o de armas químicas.
Aunque miles de personas se quejaron, enfermaron o murieron, los militares ocultaron estos experimentos o, directamente, mintieron, si bien documentos difundidos con posterioridad comprobaban las denuncias.
"Estas víctimas eran sacrificables, y me pregunto si nosotros también lo somos", declaró Ward.
La situación es similar en Rusia, donde el gobierno deberá disponer la destrucción de 40.000 toneladas de armas químicas como gas mostaza o gas sarín depositadas en siete lugares distintos por las antiguas autoridades soviéticas.
Allí, sin embargo, la resistencia a la incineración es aún mayor que en Estados Unidos, en parte debido a las consecuencias de la liberación a la atmósfera de sustancias tóxicas debida al accidente registrado en 1986 en Chernobyl, Ucrania, la mayor catástrofe nuclear de la historia. (FIN/IPS/tra-en/mh/yjc/mj/ip en he/96)
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