El cineasta brasileño João Moreira Salles propone una reflexión acerca de la identidad, la memoria y el género documental a través de su película «Santiago».
"¿La vida es una decepción?". "Sí, es." Diálogo final del filme de 1953 "Viaje a Tokio", del japonés Yasujiro Ozu, que aparece en la película "Santiago".
La obra de Salles comienza con un acercamiento muy lento hacia un portarretrato. Luego serán otros dos. Las fotografías son despojos, rincones abandonados de una casa ahora vacía. Con una voz en "off", el narrador, que es supuestamente el director, inicia el relato. Esa voz irá guiando en primera persona todo el filme en tono confesional.
"Santiago" pretende ser un ensayo fílmico en un momento de confesa crisis personal de su realizador. Es un documental acerca de una película inacabada, aquélla que comenzó a rodar en 1992 y abandonó, y un intento por entender las razones que llevaron a ese primer intento fallido.
Pero sobre todo se trata de un ensayo sobre la memoria propia y ajena, sobre la identidad personal, familiar y de clase, y sobre la naturaleza misma del género documental.
Como todo ensayo que se precie plantea una búsqueda o, en este caso, probablemente varias búsquedas al mismo tiempo, un camino que lleva a su director a exponerse personalmente en más de un sentido.
El nombre alude a Santiago Badariotti Merlo, el mayordomo argentino de sangre italiana que trabajó y vivió durante 30 años en la casa del banquero y diplomático brasileño Walther Moreira Salles, padre del director.
Personaje culto y viajado, Santiago solía rezar la misa en latín y tocaba el piano. En sus ratos libres del servicio de la familia para quien trabajaba, se dedicaba a investigar y escribir obsesivamente a máquina las historias, miserias, alegrías, logros y desaciertos de las aristocracias de todas partes del mundo y de todas las épocas.
Él pretendía de esa manera sacarlas del olvido y mantenerlas vivas, aunque sólo fuera para él. Imaginaba así otras vidas posibles, vidas de nobles, gladiadores, reyes y reinas, vidas quizá mejores que la suya.
En 1992, João Moreira Salles decide hacer una película sobre ese exótico personaje de su pasado, y para eso lo filma en su pequeño departamento de Leblon, en Río de Janeiro. En ese entonces Santiago, de 80 años, ya se encontraba jubilado.
Durante cinco días lo entrevista y lo registra en su intimidad. Pero Salles no consigue acabar ese filme, y el "Santiago" de hoy ya no es un trabajo acerca de ese mayordomo, sino que se vuelve el documental/reflexión de ese fracaso.
Como género que registra una historia de vida, "Santiago" hubiera logrado su objetivo. El mayordomo se muestra bien predispuesto, de buen humor, abierto. Sus historias son curiosas, ricas. Su personalidad, encantadora. Su memoria, implacable. Pero ese hubiera sido el documental del 92.
La película en la que acabó convirtiéndose, excede la historia de Santiago, e intenta ser una exploración de su realizador. Allí reside su originalidad.
Es cierto que los documentalistas en general se han visto atraídos por retratar mundos ajenos. Como una suerte de antropólogos, buscaron adentrarse en lo marginal, lo diferente, lo exótico.
Salles, premiado director de "Noticias de una guerra particular" y "Entre actos", se diferencia de esa tradición documental con esta última película. Porque "Santiago" termina siendo un filme de exposición personal y, por añadidura, de su clase social, para lo cual se vale de su personaje central.
No sólo se cuestiona el material filmado en 1992, sino que acaba cuestionándose asuntos de mayor profundidad. Entre ellas, sus formas a la hora de relacionarse con su personaje. La forma personal que luego se trasladará a la de realización del filme.
A lo largo de la película se siente que trata a Santiago de forma autoritaria. En las entrevistas, en el modo en que se dirige hacia él, en que lo expone. Él mismo confiesa que nunca pudo romper la distancia con su personaje. Nunca dejaron de ser el patrón y el sirviente. La distancia de clase, de subordinación entre uno y otro, siempre estuvo presente y no pudo ser superada por ninguna de las dos partes.
A los 80 años, lejos ya de su pasado de mayordomo, Santiago tampoco consiguió tomar conciencia de ello y adoptó la actitud pasiva de quien espera una orden.
Se lo filma a la distancia, en la cocina, en el baño. Se lo hace repetir frases, mirar hacia un lado, hacia el otro. Nunca hay un acercamiento, un plano cerrado que capture de cerca una expresión, una sonrisa. Inclusive, cuando el hombre intenta por primera vez una confesión, más allá de las preguntas del realizador, es cortado. "No, de eso no necesito", se le dice, y Santiago calla.
La vida de este mayordomo pasó como detrás de bambalinas al servicio de esa familia influyente de la alta sociedad brasileña. Por esa casa pasaron ministros, presidentes, hombres de negocios, a los cuales Santiago sirvió con profesionalismo, alegría y cierto orgullo.
Cuando no estaba sirviéndolos, llevaba una vida de fantasía rodeado de sus personajes favoritos de la historia. Vidas tan glamorosas como las de las gentes que servía. Vidas que no eran la propia.
En el medio de su crisis existencial, Salles, hijo privilegiado de la alta burguesía brasileña, admite que hizo este filme para "curarse". Afligido por una repentina conciencia del paso del tiempo y de la finitud, terminar el documental cobró para él un sentido terapéutico.
Volver a Santiago, su excéntrico mayordomo, implicaba volver a su infancia, su juventud, a la casa familiar ahora vacía.
Pero no hay en esto necesariamente un planteo ideológico, aunque quizás tampoco fuera su objetivo. En ese sentido, es una película honesta. Sin pretensiones de mea culpa de su clase, Salles logra al menos algo igualmente complicado, como es mirarse a sí mismo de forma crítica.
También está la crítica a su labor como cineasta, al sentido y utilidad de su profesión, a sus razones y su finitud, justo en el momento en que Salles declaró públicamente que abandonaría su carrera documentalista. Santiago le proporcionó esa posibilidad. El espectador decidirá si esto fue suficiente.