Traumas políticos y ambientales y aliento económico en primer año de Bolsonaro

Datos oficiales indican una recuperación de la economía en Brasil que contrasta con una serie de traumas políticos y ambientales en muchos sectores del gobierno y una guerra permanente de Bolsonaro con los medios de comunicación
El presidente Jair Bolsonaro en uno de sus casi diarios contactos con los periodistas. El gobernante brasileño vive en guerra con la prensa, mientras 43 por ciento de los encuestados dijo este mes que no confía nunca en lo dice, mientras un estudio constató que en 346 días realizó al menos 542 declaraciones falsas o distorsionadas. Crédito: Antonio Cruz/ Agência Brasil

El año 2019, el primero con Jair Bolsonaro al frente, Brasil termina con señales de que la economía se recupera de seis años de crisis. La buena noticia genera, entre sus opositores, el temor de que el presidente de extrema derecha se sienta fortalecido para intensificar sus atropellos.

Su gobierno, iniciado el 1 de enero, acumuló traumas en casi todas las áreas,  especialmente en la ambiental.

Empezó por su bautismo de fango. El 25 de enero se rompió un dique minero del grupo minero Vale en Brumadinho, un municipio de 40 000 habitantes en el estado de Minas Gerais, en el sudeste de Brasil.

La presa tenía 12,7 millones de metros cúbicos de desechos de mineral de hierro que al desbordarse ocasionaron la muerte a 270 personas y al Rio Paraopeba, que tuvo 335 kilómetros de  su cauce contaminados por fango y metales pesados.

Al nuevo gobierno no le toca ninguna responsabilidad en la peor tragedia nacional, en términos de víctimas humanas. La minería es conocida por sus daños. Tres años antes la ruptura de otra presa de escorias, en Mariana, a 120 kilómetros de Brumadinho, había ocasionado la muerte de otras 19 personas y más de 500 kilómetros del Rio Doce.

Pero era un aviso de lo que vendría y un castigo para un presidente que prometía abolir inspecciones ambientales y su “industria de multas” y que intentó eliminar el Ministerio de Medio Ambiente.

Desistió de la idea no por escuchar las presiones de los ambientalistas, sino las de los exportadores agrícolas, sus aliados, que están sujetos a las exigencias ambientales que crecen en muchos países importadores.

El ambientalismo, un enemigo

De todos modos nombró a un ministro, Ricardo Salles, más dedicado a desmantelar el sistema de protección ambiental brasileño y a entrabar las negociaciones internacionales sobre el clima, como hizo durante la COP25 (Conferencia de las Partes de las Naciones Unidas para el cambio climático), en Madrid del 2 al 15 de diciembre, que a ejercer sus funciones originales.

Echó a perder el Fondo Amazonia que contaba con donaciones de Noruega y Alemania para proyectos de conservación y desarrollo sustentable. Sus requerimientos y críticas inexplicadas llevaron los donantes a suspender los aportes que ya habían superado 1 200 millones de dólares desde la creación del fondo en 2008.

Salles se dedicó además a reducir su ministerio. De los 120 cargos de jefes y directores de los distintos organismos ministeriales, 25 quedaron sin titular este año. Dos departamentos que se ocupaban del cambio climático fueron eliminados.

Ricardo Salles, el ministro de Medio Ambiente encargado de ejecutar la política antiambientalista del presidente Jair Bolsonaro, durante una comparecencia ante una comisión de la Cámara de Diputados. Crédito: Antonio Cruz/ Agência Brasil
Ricardo Salles, el ministro de Medio Ambiente encargado de ejecutar la política antiambientalista del presidente Jair Bolsonaro, durante una comparecencia ante una comisión de la Cámara de Diputados. Crédito: Antonio Cruz/ Agência Brasil

El Servicio Forestal fue transferido al Ministerio de Agricultura, pese al evidente conflicto de intereses, ya que los sectores agrícolas son los mayores responsables de la deforestación en el país. También la agencia reguladora de aguas pasó a otra cartera.

Brasil sufrió otro desastre ambiental este año, el derrame de petróleo que desde el 30 de agosto contamina centenares de playas y manglares de la región del Nordeste brasileño, en oleadas de manchas de un crudo pastoso, que se dispersaron a lo largo de más de 2 000 kilómetros de litoral.

Tampoco se puede acusar al gobierno de provocar esa tragedia de origen aún desconocida. Pero sufrió muchas críticas por su reacción tardía e ineficaz, en parte por haber abolido comisiones encargadas de accidentes marítimos.

La mayor parte de la limpieza de las playas lo hicieron voluntarios, sin equipos de protección, favorecidos por el hecho de que el petróleo llegó en trozos grasientos de una densidad que permite la recolección a mano.

Pero el tercero gran desastre ambiental del año, que si se puede atribuirse al gobierno de Bolsonaro, fueron los incendios en la Amazonia, que proliferaron entre  julio y septiembre y alarmaron el  mundo.

Resultó difícil negar que esa quema forestal, en extensión e intensidad que ya no se veía desde la década pasada, responde a estímulos del actual gobierno, que condena el “chiitismo (radicalismo) ambientalista” y apoya la invasión de tierras amazónicas por la ganadería, con que aventureros buscan más el adueñarse de tierras públicas que producir leche o carne.

Bolsonaro y sus ministros atacan regularmente las tierras reservadas a los indígenas, las que mejor resisten la deforestación, y las áreas de conservación. Defienden actividades mineras y la extracción maderera en esas áreas, en general ilegales.

En ese episodio se destacó otro vicio oficial que traumatiza la nación. Bolsonaro acusó a las organizaciones no gubernamentales (ONG) de “estar por detrás de los incendios”, contrariando el amplio reconocimiento de la contribución del tercer sector a la defensa de la naturaleza en Brasil.

También dijo el 29 de noviembre que Leonardo Di Caprio dona fondos a una ONG para “prender fuego en la Amazonia”. El actor estadounidense, conocido por su ecologismo, se limitó a desmentirlo educadamente.

La credibilidad presidencial a la fuga

Bolsonaro miente siempre, según 43 por ciento de los 2 948 entrevistados de una encuesta hecha por el Instituto Datafolha el 6 y 7 de diciembre. Ellos contestaron “nunca” a la pregunta si confían en las declaraciones del presidente.

Otro 37 por ciento dijo confiar “a veces” y solo 19 por ciento afirmó hacerlo “siempre”.

Damares Alves, ministra de la Mujer, la Familia y los Derechos Humanos, es pastora de una iglesia evangélica y aporta el pensamiento ultraconservador religioso al gobierno de Brasil. Cuando asumió se declaró “terriblemente cristiana" y es uno de los miembros más populares del gabinete brasileño, pese a las burlas por algunas de sus anacrónicas afirmaciones. Crédito: Marcelo Camargo/ Agência Brasil
Damares Alves, ministra de la Mujer, la Familia y los Derechos Humanos, es pastora de una iglesia evangélica y aporta el pensamiento ultraconservador religioso al gobierno de Brasil. Cuando asumió se declaró “terriblemente cristiana» y es uno de los miembros más populares del gabinete brasileño, pese a las burlas por algunas de sus anacrónicas afirmaciones. Crédito: Marcelo Camargo/ Agência Brasil

A esa percepción contribuye el que el presidente viva en guerra permanente con los medios de comunicación. Amenazó excluir el diario Folha de São Paulo, el diario de mayor circulación, de la prensa a la que está suscrita la Presidencia y de no renovar la concesión a la emisora de televisión Globo, la de mayor audiencia nacional, por noticias que afectan su reputación y la de sus tres hijos legisladores.

Las informaciones más adversas mencionan «funcionarios fantasmas» que la familia contrató para sus equipos oficiales pagados con el erario público. El presidente lo habría hecho con al menos dos mujeres y el diario O Globo hizo una lista de 102 parientes que los cuatro contrataron desde 1990.

El hijo mayor, el senador Flavio Bolsonaro, enfrenta una investigación policial por corrupción y lavado de dinero por la sospecha de que contrató decenas de personas cuyos sueldos eran divididos con él cuando era diputado del estado de Río de Janeiro.

Pero aunque sean mentirosas, las afirmaciones presidenciales tienen consecuencias. En noviembre la policía de Santarém, en la Amazonia Oriental, detuvo cuatro voluntarios de combate a incendios en Santarém, acusados de incendiar bosques. Fueron liberados tres días después, ante la falta de pruebas y la inconsistencia de la acusación.

A Brasil lo rige el gobierno de la mentira, es una opinión que se va generalizando ante la frecuencia de sus informaciones y acusaciones falsas.

“En 346 días como presidente, Bolsonaro hizo 542 declaraciones falsas o distorsionadas”, divulgó el 13 de diciembre la agencia de verificación Aos fatos (A los hechos), creada por un grupo de periodistas que se mantiene con contribuciones personales y la cooperación con medios de comunicación y variados proyectos.

Más enfrentamientos

Otros sectores del gobierno también protagonizan procesos traumáticos. El ministro de Educación, Abraham Weintraub, está en guerra con estudiantes y profesores desde que asumió el cargo en abril, cuando impuso un duro recorte presupuestario a las universidades.

Luego acusó las universidades públicas de dedicarse a “desórdenes”, de sembrar marihuana y producir drogas en sus laboratorios, en lugar de dedicarse al estudio, a través de las redes sociales de las que es un gran usuario, al igual que Bolsonaro.

Los nuevos jefes culturales también declararon la guerra a su sector. Uno odia los artistas más conocidos, otro consideró el rock “cosa del diablo”, otro, impedido de tomar posesión por la Justicia, dijo que los negros viven mejor en Brasil que en África, gracias a la esclavitud.

El Estado dejó de ser laico este año, con una orientación netamente evangélica. “Dios por encima de todos” es la consigna del gobierno. La ministra de la Mujer, la Familia y los Derechos Humanos, Damares Alves, evangélica se autodefine como “terriblemente cristiana”.

El ministro de Relaciones Exteriores, Ernesto Araujo, defiende la civilización cristiana y tiene declarada la guerra a la amenaza “comunista” y al “globalismo” que incluye tanto a las Naciones Unidas como el marxismo vestido, a su juicio, de “políticamente correcto, ideología de género, obsesión climática y el antinacionalismo”.

La economía no está exenta de esas batallas, pero sus datos oficiales indican una recuperación. En el tercer trimestre de 2019 creció 1,2 por ciento sobre igual período de 2018. El Banco Central prevé esa misma tasa para el año y 2,2 por ciento en 2020.

Aumentó el consumo y la confianza de empresarios, tras meses de frustración por la demora en la reforma del sistema de pensiones, solo aprobada el 23 de octubre, y la barahúnda gubernamental, que se puede agravar con el soporte del éxito económico.

Edición: Estrella Gutiérrez

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